El Pozo
Cañones
El Río nace en los límites de la Villa,
donde convergen los términos de Alcorcillo, Tola y Matellanes, en los
manantiales de Fuentelmillo, Valciervas
y Manacillo, y cruza, de noreste a suroeste, todo el término municipal. En Alcañices
como no tiene nombre propio lo va tomando
de los pagos por donde discurre, así es: el río de “Palazuelo”, el de la
Riberica, el del Tejar, en los puentes, hasta que pasa el Cañico de abajo, el Río,
más adelante el de las Tenerías, la Ribera, y a partir del Pozo de Cañones, el
de Bozas. Todos esos nombres recibe, ya que es un poco hijo de todos esos
pagos. Desde que nace va incrementando su caudal con el
agua que le aportan la multitud de fuentes, ¡que bonita la del Cacico!, que
proliferan en sus márgenes. En las inmediaciones de la localidad,
inmediatamente antes del puente pequeño, casi
duplica sus aguas con la aportación que le hace el río de Valdesejas o de
Alcorcillo, pues esos dos nombres tiene, recibiendo después los tributos: de la Quinta,
del Chapardiel, los Cañicos, Carragaza y las Violares. Llegando a Bozas, donde, mayor de edad, obtiene el pasaporte y decide, como muchos hijos de
Aliste, emigrar al extranjero ambicionando una nueva vida. En el pasaporte,
como es imprescindible tener un
nombre, le ponen: río Angueira
Tuvo, y dio, mucha vida; movía las muelas de la gran
cantidad de molinos que los de la villa
alzaron en sus márgenes; impulsaba las mazas de muchos batanes y hasta fraguó
el proyecto de dar energía eléctrica a la localidad. Criaba en abundancia cangrejos, sardas y ranas, hasta
las anguilas venían desde el mar de los Sargazos a disfrutar de la exquisitez
de sus aguas, y los zapateros se movían
elegantemente por la superficie en los remansos. Todo eso hasta que los hijos
de la villa alevosamente lo asesinamos, vertiendo en él todos nuestros detritus y excrementos.
Emulando a Rodrigo
Caro se puede decir aquello de:
Estos, Fabio, ¡ay
dolor ¡que ves ahora
Campos de
inmundicia, mustios y desolados
Fueron un tiempo Itálica famosa.
Durante
siglos la ribera fue un espacio muy cuidado, tenía puentes de hermosas
piedras de granito y pizarra, caminos que facilitaban el acceso a los huertos,
y los molinos, como ya dije, proliferaban
en sus márgenes. En las praderas siempre verdes, que se abrían desde su
serpenteante cauce, crecían chopos,
nogales y otros árboles que, en algunos casos, eran de propiedad privada, pues
el municipio facilitaba el terreno a particulares para que los plantaran con la obligación de cuidarlos y reponerlos
cuando los cortaban.
Al Pozo Cañones, piscina natural que se
formaba, como a kilómetro y medio del
pueblo, aguas abajo en un recodo del río, fueron, fuimos, hasta mediados del siglo XX,
niños y mozos a bañarnos. El sitio tenía algo de mítico y, aunque no era muy
extenso, los recovecos que se formaban en su perímetro disfrutaban de nombre
propio. En el Barranco, que era un
espacio abierto, poco profundo y de fácil acceso, se bañaban los niños y los
que no sabían nadar. Allí normalmente no había problemas, podían moverse con
seguridad, zambullirse de cabeza desde las peñas, en las que había salientes a
distintas alturas para tirarse. Solamente cuando aparecían los mozos los niños tomaban precauciones, pues
alguno de aquellos a veces se
entretenía haciendo la “valentía”
de hundirles a la fuerza la cabeza un
buen rato bajo el agua. Vamos, lo que se
llama hacerles un “niñón”. La Peña Hueca eran palabras mayores; a ella solo se
atrevían a llegar los buenos nadadores valientes. Las historias que corrían de
boca en boca metían tanto el miedo en el cuerpo, que los pequeños, timoratos,
no intentaban ni acercarse. Solamente había un nadador que se atrevía a introducirse en las
ignotas profundidades de la Peña y cuando salía a la superficie, lo que
acontecía después de un largo tiempo vivido con
angustia por los espectadores de su audacia, contaba que la Hueca era una sima
profundísima y laberíntica, en la que
había concavidades con aire para poder respirar, en la que se oían lamentos y
mugidos que procedían de lejanas y
oscuras sinuosidades.
Como si fuera un misterioso secreto, se
transmitía en voz baja que las profundidades de la Peña albergaban un
carro con vacas a él uncidas, que eran las que producían los extraños
ruidos que tanto nos amedrentaban y que lograban que nos acercáramos a sus
inmediaciones. Incluso, pero esto sólo se susurraba al oído, que también estaba
en esas profundidades una familia
firmemente agarrada a las teleras de un carro.
En aquellos tiempos hacer deporte era un derroche de energía que no se
podía permitir, era un lujo. La comida era poca, las necesidades muchas y había
que aprovechar el trabajo de todos para
sobrevivir. Así lo entendían los mayores.
Por tanto, lo que se decía del Pozo de
Cañones no se les podía preguntar pues
era como confesar que bajábamos a
bañarnos gastando las fuerzas y el
tiempo en actividades no productivas.
Yo era un privilegiado, tenía bisabuela,
algo realmente raro entonces. Sabido es que las abuelas tienen una relación
extraordinaria con sus nietos. Pues mi bisabuela, que tenía más de noventa años
me narraba cuando estábamos solos al humor de la lumbre, historias, cuentos,
fábulas y leyendas. Un día me contó esta:
Hubo un tiempo en el que un camino bordeaba
todo el río y era frecuente que las gentes de la Villa que
se dedicaban a las labores del campo bajaran
con carros, bien a llevar granos para molerlos en los molinos que
existían a lo largo del cauce, o a trabajar en los feraces huertos que,
levantando bancales para aprovechar las facilidades que para su riego daba el río, habían hecho en todos los recodos a lo largo
de la ribera.
Una familia, formada por el matrimonio y
dos hijos pequeños, bajaba a mediados de
Abril, pues el inicio de la primavera había sido bonancible, a sembrar su
huerto de Bozas con el carro cargado con el arado, el arrodadero, azadas, guinchas y demás aperos necesarios, y unas
cestas con patatas troceadas para la
siembra aprovechando bien los nacederos.
El padre, a pie, abría la marcha, y los
niños y la madre iban sentados en el carro, ellos en la parte de atrás y
ella, con la vara y los ramalillos, guiando y arreando la yunta.
El grupo iba alegre pues el tiempo era bueno y aparente para facilitar
las labores que pretendían llevar a cabo aquella tarde. Después de pasar la
desembocadura del Chapardiel y la fuente Buena,
empezaron a ver unas lejanas
nubes negras que con velocidad
inusitada iban aumentando de tamaño
y cubriendo el cielo. La familia siguió
ribera abajo despreocupada pensando en que solo sería una tormenta
primaveral. Empezó a llover y a la
altura de la fuente del Pingón la lluvia se intensifico tanto que carro y
ocupantes hubieron de resguardarse al amparo de las paredes del molino que había enfrente. El caudal del río
crecía, y crecía de tal manera que imposibilitaba la vuelta a casa. La lluvia
era tan fuerte que parecía que un mar se volcaba desde las nubes. El agua
arrastraba todo la que se le ponía por delante, las paredes del molino, que
formando una presa contenían la riada, no aguantaron la embestida, fueron
arrolladas y dejaron sin protección a los que a su abrigo se habían refugiado.
Padres e hijos se abrazaron y se cogieron con fuerza al carro intentando que no
los llevase la avenida, pero la cantidad de agua caída arrastraba en un
amasijo árboles, maleza, y todo lo que
encontraba a su paso. El grupo no aguantó el embate y formando un todo con lo que el río traía
fue llevado aguas abajo hasta que con árboles, maleza y piedras pararon contra unas rocas que sobresalían en
el cauce, formando una presa en la que se iba quedando todo lo que el agua
arrastraba. La consecuencia de aquello fue la creación de un recodo en el río y
una concavidad muy profunda en la que fueron depositadas la familia, vacas y
carro. Así surgió el pozo y de quienes están en la sima provienen los lamentos y mugidos que escuchan
los que se atreven a sumergir en las profundidades y que tanto miedo producían en quienes osaban
acercarse a las inmediaciones de la Peña Hueca.
Mi bisabuela Isabel me contó esta historia,
yo no hago más que transcribirla.