domingo, 26 de enero de 2014


El  Pozo  Cañones


El Río nace en los límites de la Villa, donde convergen los términos de Alcorcillo, Tola y Matellanes, en los manantiales de Fuentelmillo,  Valciervas y Manacillo, y cruza, de noreste a suroeste, todo el término municipal. En Alcañices como no tiene nombre propio  lo  va tomando  de los pagos por donde discurre, así es: el río de “Palazuelo”, el de la Riberica, el del Tejar, en los puentes, hasta que pasa el Cañico de abajo, el Río, más adelante el de las Tenerías, la Ribera, y a partir del Pozo de Cañones, el de Bozas. Todos esos nombres recibe, ya que es un poco hijo de todos esos pagos.  Desde   que nace va incrementando su caudal con el agua que le aportan la multitud de fuentes, ¡que bonita la del Cacico!, que proliferan en sus márgenes. En las inmediaciones de la localidad, inmediatamente antes del puente pequeño, casi  duplica sus aguas con la aportación que le hace el río de Valdesejas o de Alcorcillo, pues esos dos nombres tiene,  recibiendo después los tributos: de la Quinta, del Chapardiel, los Cañicos, Carragaza y  las Violares. Llegando  a Bozas, donde,  mayor de edad, obtiene el  pasaporte y decide, como muchos hijos de Aliste, emigrar al extranjero ambicionando una nueva vida. En el pasaporte, como es imprescindible tener  un nombre,  le ponen: río Angueira  

Tuvo, y dio,  mucha vida; movía las muelas de la gran cantidad de  molinos que los de la villa alzaron en sus márgenes; impulsaba las mazas de muchos batanes y hasta fraguó el proyecto de dar energía eléctrica a la localidad.  Criaba   en abundancia cangrejos,  sardas y ranas,  hasta  las anguilas venían desde el mar de los Sargazos a disfrutar de la exquisitez de sus aguas,  y los zapateros se movían elegantemente por la superficie en los remansos. Todo eso hasta que los hijos de la villa  alevosamente  lo asesinamos, vertiendo en él todos nuestros   detritus y excrementos.

Emulando a Rodrigo Caro se puede decir aquello de:

Estos, Fabio, ¡ay dolor ¡que ves ahora

Campos de inmundicia, mustios y desolados

   Fueron un tiempo Itálica famosa.

Durante  siglos la ribera fue un espacio muy cuidado, tenía puentes de hermosas piedras de granito y pizarra, caminos que facilitaban el acceso a los huertos, y los molinos, como ya dije,  proliferaban  en sus márgenes. En las praderas siempre verdes, que se abrían desde su serpenteante cauce,  crecían chopos, nogales y otros árboles que, en algunos casos, eran de propiedad privada, pues el municipio facilitaba el terreno a particulares para que los plantaran  con la obligación de cuidarlos y reponerlos cuando los cortaban.

Al Pozo Cañones, piscina natural que se formaba, como a  kilómetro y medio del pueblo, aguas abajo en un recodo del río,  fueron, fuimos, hasta mediados del siglo XX, niños y mozos a bañarnos. El sitio tenía algo de mítico y, aunque no era muy extenso, los recovecos que se formaban en su perímetro disfrutaban de nombre propio.   En el Barranco, que era un espacio abierto, poco profundo y de fácil acceso, se bañaban los niños y los que no sabían nadar. Allí normalmente no había problemas, podían moverse con seguridad, zambullirse de cabeza desde las peñas, en las que había salientes a distintas alturas para tirarse. Solamente cuando aparecían los  mozos los niños tomaban precauciones, pues alguno de aquellos  a veces se entretenía  haciendo la “valentía” de  hundirles a la fuerza la cabeza un buen rato bajo el agua.  Vamos, lo que se llama hacerles un “niñón”. La Peña Hueca eran palabras mayores; a ella solo se atrevían a llegar los buenos nadadores valientes. Las historias que corrían de boca en boca metían tanto el miedo en el cuerpo, que los pequeños, timoratos, no intentaban ni acercarse. Solamente había un  nadador que se atrevía a introducirse en las ignotas profundidades de la Peña y cuando salía a la superficie, lo que acontecía después de un largo tiempo vivido con  angustia por los espectadores de su audacia,  contaba que la Hueca era una sima profundísima y laberíntica, en la  que había concavidades con aire para poder respirar, en la que se oían lamentos y mugidos  que procedían de lejanas y oscuras   sinuosidades.

Como si fuera un misterioso secreto, se transmitía en voz baja  que  las profundidades de la Peña albergaban un carro con vacas a él  uncidas,  que eran las que producían los extraños ruidos que tanto nos amedrentaban y que lograban que nos acercáramos a sus inmediaciones. Incluso, pero esto sólo se susurraba al oído, que también estaba en esas profundidades una familia  firmemente agarrada a las teleras de un carro.

En aquellos tiempos hacer  deporte era un derroche de energía que no se podía permitir, era un lujo. La comida era poca, las necesidades muchas y había que aprovechar  el trabajo de todos para sobrevivir. Así lo entendían  los mayores. Por  tanto, lo que se decía del Pozo de Cañones  no se les podía preguntar pues era  como confesar que bajábamos a bañarnos  gastando las fuerzas y el tiempo en actividades no productivas.

Yo era un privilegiado, tenía bisabuela, algo realmente raro entonces. Sabido es que las abuelas tienen una relación extraordinaria con sus nietos. Pues mi bisabuela, que tenía más de noventa años me narraba cuando estábamos solos al humor de la lumbre, historias, cuentos, fábulas y leyendas.  Un día  me contó esta: 

Hubo un tiempo en el que un camino bordeaba  todo el río  y era frecuente que las gentes de la Villa que se dedicaban a las labores del campo bajaran  con carros, bien a llevar granos para molerlos en los molinos que existían a lo largo del cauce, o a trabajar en los feraces huertos que, levantando bancales para aprovechar las facilidades que para su riego daba el río,  habían hecho en todos los recodos a lo largo de la ribera.

Una familia, formada por el matrimonio y dos hijos pequeños,  bajaba a mediados de Abril, pues el inicio de la primavera había sido bonancible, a sembrar su huerto de Bozas con el carro cargado con el arado, el arrodadero, azadas,  guinchas y demás aperos necesarios, y unas cestas con patatas troceadas  para la siembra  aprovechando bien los nacederos. El padre, a pie, abría la marcha, y los  niños y la madre iban sentados en el carro, ellos en la parte de atrás y ella, con la vara y los ramalillos, guiando y arreando la yunta.

El grupo iba alegre pues  el tiempo era bueno y aparente para facilitar las labores que pretendían llevar a cabo aquella tarde. Después de pasar la desembocadura del Chapardiel y la fuente Buena,   empezaron a ver unas lejanas nubes negras   que con velocidad inusitada iban  aumentando de tamaño y  cubriendo el cielo. La familia siguió ribera abajo despreocupada pensando en que solo sería una tormenta primaveral.  Empezó a llover y a la altura de la fuente del Pingón la lluvia se intensifico tanto que carro y ocupantes hubieron de resguardarse al amparo de las paredes del  molino que había enfrente. El caudal del río crecía, y crecía de tal manera que imposibilitaba la vuelta a casa. La lluvia era tan fuerte que parecía que un mar se volcaba desde las nubes. El agua arrastraba todo la que se le ponía por delante, las paredes del molino, que formando una presa contenían la riada, no aguantaron la embestida, fueron arrolladas y dejaron sin protección a los que a su abrigo se habían refugiado. Padres e hijos se abrazaron y se cogieron con fuerza al carro intentando que no los llevase la avenida, pero la cantidad de agua caída arrastraba en un amasijo  árboles, maleza, y todo lo que encontraba a su paso. El grupo no aguantó el embate  y formando un todo con lo que el río traía fue llevado aguas abajo hasta que con árboles, maleza y piedras  pararon contra unas rocas que sobresalían en el cauce, formando una presa en la que se iba quedando todo lo que el agua arrastraba. La consecuencia de aquello fue la creación de un recodo en el río y una concavidad muy profunda en la que fueron depositadas la familia, vacas y carro. Así surgió  el pozo  y de quienes están en la sima  provienen los lamentos y mugidos que escuchan los que se atreven a sumergir en las profundidades  y que tanto miedo producían en quienes osaban acercarse a las inmediaciones de la Peña Hueca.

Mi bisabuela Isabel me contó esta historia, yo no hago más que transcribirla.