viernes, 18 de diciembre de 2015

Cuento de Navidad




Tenía seis años, bueno casi siete, que los cumpliría en los primeros meses del año. Este, sobre todo desde principios de octubre, había sido  diferente a todos los anteriores y muy importante en su vida. Hasta entonces había sido un  pequeñajo pero desde ese mes habían cambiado mucho las cosas, pasó de correr por la calle a todas horas a tener ocupaciones importantes. ¡Llevaba tres meses asistiendo diariamente a la escuela! Y eso, jo, que cambio.

El día que empezó el curso escolar su padre  le compró una pizarra con su pizarrín y una cartilla con las primeras letras; lo cogió de la mano y, sin previo aviso, lo llevó a la escuela, saludó al maestro y le dijo: aquí le dejo a este, a ver si le enseña a leer y escribir y hace de él un hombre. Y  lo dejó allí.

 Aunque  se sentía un poco asustado no lloró.  Los  niños no lloraban el primer día de escuela. Todo le resultaba raro y le parecía  muy importante. Al principio se asustó un poco. El maestro le pareció muy serio, hablaba de forma diferente a todas las personas que había conocido anteriormente y el sitio era también distinto a los vistos hasta entonces. En las paredes laterales había colgados dos grandes hules desenrollados (luego se enteró que eran mapas de la península ibérica y las islas españolas, uno físico y otro político) y en la pared que estaba detrás del maestro retratos de dos hombres, uno a cada lado de un crucifijo, y un gran encerado. El maestro se sentaba  en sitio preferente sobre una tarima y los niños tenían una mesa para cada dos, con un tablero que si se levantaba tenía debajo un cajón almacén,  con asientos incorporados.  Pronto llegó la hora del recreo y todos los  niños salieron a la calle. Como algunos eran los mismos con los que jugaba habitualmente, le pareció que estaba en terreno conocido y  pronto se sintió  casi como en casa. 

Los días pasaron rápidamente y llegó el frío. La ropa que se usaba en invierno era casi la misma del verano. La  única diferencia: el jersey, unos calcetines de lana hechos en casa y unas cholas. La  camisa y  los pantalones   cortos, no cambiaban. Aunque tampoco era raro que no hubiera calcetines y el calzado fueran las alpargatas o las sandalias de siempre.  Como en la escuela no había sitio para hacer lumbre, cada uno de los niños llevaba una especie de estufa a modo de  brasero, echa con una lata de sardinas de las llamadas de kilo y medio, a la que se le había puesto un alambre largo que servía de  asidero. El artilugio era muy bueno pues  además de calentar se utilizaba como juguete. Todo el trayecto que había hasta  la escuela  se llevaba volteando, así las brasas que la madre les ponía de la lumbre de casa  llegaban bien quemadas para que no hicieran humo ni dieran tufo. Darle vueltas  era muy divertido.

Llegaron las vacaciones de  Navidad y otra vez todo el día a correr  por  las calles. ¡Ah! También habían llegado los Reyes y este año si que tenía  cosas que contar. Desde que se acordaba, siempre había puesto las cholillas bien colocadas y limpias al lado de la ventana que daba a la calle, para que los Reyes las vieran fácilmente, pero, o siempre llegaban con prisa o ya llegaban sin existencias. Lo único que le dejaban eran unas perras gordas, pocas,  que solo daban para comprar unos pocos caramelos. Este  año fue distinto, en las cholas había las perras de siempre pero a  su lado  estaba un precioso caballo de cartón. ¡Menuda diferencia¡ bajo corriendo a la cocina a enseñarlo a la familia con una emoción enorme. Tomó  rápidamente el tazón de leche migada  sin soltar el regalo y no veía llegar la hora de salir a la calle para enseñárselo a todo el mundo. Otros años casi no se había atrevido a ir a la plaza a ver como presumían los demás niños  con los juguetes que les habían traído los Reyes, pero ahora ya verían, el también  tenia  juguete. Qué se creían.

Con una caja de cartón y dos carretes de hilo, su padre le hizo un carricoche  para poner sobre el al caballo y así llevarlo arrastrando tirando de una cuerda  y se plantó todo chulo en mitad del cemento de la plaza. Se sentía como un príncipe. Nunca otro niño disfrutó como lo estaba haciendo él. O, al menos, así lo pensaba. Tan rápidamente pasó el tiempo que no se dio cuenta de que hora era, hasta que su madre  apareció para que fuera a comer. En  casa  pensó que el caballo también tenía que reponer fuerzas después de las carreras que había echado, así que le puso una embueza de grano y una lata con agua. Cuando acabó de comer vio que el caballo no había probado nada. Creyó que  quizás tendría sed y por eso no comía. Le metió la cabeza en el agua y lo dejó así. Al poco rato volvió a ver como estaba y se encontró con que el caballo tenía  blandos, torcidos y deformados la cabeza y el pescuezo. No importaba, era el mejor caballo del mundo.