Vivinera es una localidad legendaria, sus
comienzos se remontan a épocas prerromanas. Tiene hacia el suroeste un castro
que, aunque lleva los nombres de Pico de la Almena o Cerro del Moro, nada tiene que ver con los mahometanos y es uno de los más antiguos y
peculiares de la comarca. Construido en los siglos III ó II antes de Cristo
-anda que no faltaba para Mahoma-
ostenta la singularidad de tener como defensa piedras hincadas,
fincones, en sus laderas, formando
círculos excéntricos, lo que impedía, o
al menos hacía muy dificultoso y lento, que los asaltantes pudieran acceder a
caballo hasta el amurallado recinto . Ocupa una extensión bastante grande y aun
hoy se pueden ver las piedras hincadas y los restos derruidos de la muralla y
del torreón. En la localidad hay una
fuente romana que ha abastecido de
agua potable durante casi veinte
siglos a sus gentes, cosa que viene a
certificar que el pueblo ya existía antes de nacer alguno de nosotros.
El nombre, aunque hay teorías que dicen que
viene del término VINEM-NIS que quiere decir mimbrera, sitio abundante en
mimbres; yo creo que procede de la alocución VICI- NEMEN, que significa ALDEA
SAGRADA. Pero no me hagan mucho caso: pues ni se latín, ni tengo idea de
semántica ni soy filólogo. Es que esto segundo es bonito, me gusta más y puede que hasta sea
cierto.
Vivinera bien merece una visita: está a tiro de piedra de
Alcañices; ver el Pico de la Almena, la
fuente romana, visitar la iglesia, que tiene
en la pared norte y en el altar mayor
unos magníficos frescos, restaurados recientemente, que cuentan la vida
de Santo Domingo de Guzmán, patrono de la localidad. ¡Ah, y no hay que olvidar que tiene aeropuerto!
Esto y charlar con sus gentes justifica un paseo hasta allí. El aeropuerto
es moderno, pero la localidad tiene tradición aeroportuaria. Ya en
la década de los años 30 del S. XX. en el pago del Cerrado aterrizó un
aeroplano que pilotaba uno de la villa apodado el Inglés y, creo recordar que
veinte o treinta años después, volvió a aterrizar otra avioneta en el mismo
sitio. Según cuentan, hace pocas fechas
otra vez también una avioneta aterrizó en el Cerrado,
sorprendiendo a unos deportistas que jugaban al golf en Sahú, a quienes
preguntaron los ocupantes si en las proximidades había una gasolinera. O sea
que lo del aeródromo no es ninguna tontería, para eso está el de Castellón.
La gente de la localidad es amable,
acogedora, esplendida,-recuerdo con nostalgia las invitaciones del día del
rosario y las cenas en casa de la
Emilia, ¡aquellos pollos de su corral guisados
al pote!- a pesar de la fama que le otorgan los dichos, que manifiestan
que son gentes arriscadas, osadas, temerarias. Para definirlas se dice que: son
de la Quinta de los Picadeiros. Pero este apelativo es por algo,
no viene a humo de pajas, tiene su historia y allá va:
Francisco Mendes de Vasconcelos, fundador
del mayorazgo de la Torre, en el lugar de Carreira dos Cavalos, era señor de la
freguesia (que fue parroquia en los inicios del reino de Portugal) dos Picadeiros, quinta que está cercana a la localidad de
Vimioso. Pues bien, este señor se fue
para Salamanca donde se casó con Inés Taveira de Figueroa el año 1480 y, como
tampoco en aquella época se debía vivir mal en esa ciudad, allí se quedó. En Salamanca estuvo hasta 1493, año en el que decidió retornar a Vimioso, no
se sabe si por añoranza de su tierra, cosa poco probable, los portugueses
siempre han sido muy viajeros, o bien por
necesitar dinero para poder seguir disfrutando de la gran vida que
llevaba en la universitaria ciudad.
Al llegar a Vimioso reclamó a los
habitantes de Picadeiros los foros que
estos no pagaban desde que de allí se
había ausentado; a lo que aquellos se negaron. Un día, el tal Francisco, bajo
el pretexto de ir de cacería, apareció en la quinta acompañado de sus criados y
amigos, siendo recibidos a tiros por los arrendatarios que mataron a dos de los
acompañantes de Francisco. Los componentes de la cuadrilla de cazadores cargaron contra los de Picadeiros, matando
a cinco e hiriendo a muchos.
Francisco Mendes de Vasconcellos escapó
ileso de la batalla y se fue a ver al rey
para contarle lo sucedido,
reclamar sus derechos y, para hacer mas fuerza en la petición y conseguir el
apoyo real, ofreciose para servir en la armada que se estaba formando en
Portugal para ir a tomar Ceuta.
El rey Don Joâo II acepto la oferta,
partiendo Mendes de Vasconcellos para
África el 2 de marzo de 1494. El rey
envió a Joäo Bernardes da Silveira, canciller de Porto, para Picadeiros, donde
llegó el 28 de marzo con fuerza militar
suficiente para realizar la labor que le habían encomendado, que era la de
castigar a los arrendatarios y reintegran la posesión a Francisco. Joâo cercó
la población y prendió a los cabecillas de la rebelión: Antonio Duarte; su hermano Chico Duarte; Joâo da Costa; Pedro Nunes Furâo; Antonio Rilhado; Domingos
Anes; Joâo Fernandes Picalho; Antonio
Esteves; y Francisco de Almeida Bailâo.
En la orden de detención figuraban más, pero consiguieron huir.
El 16 de abril los presos fueron atados a
esteras sujetas a caballos y de esta guisa les dieron tres vueltas alrededor de
la plaza y del pelourinho de Vimioso. Después, en procesión y exhortados por
dos sacerdotes, los llevaron a la capilla de Nossa Senhora dos Remedios donde
se celebró una misa en la que platicó un sermón el sacerdote Antonio Pimentel.
Los detenidos fueron posteriormente llevados hasta el alto do Sardoal, enfrente
de la población de los Picadeiros. Allí habían levantado tres horcas, y allí
fueron ahorcados los prisioneros, a excepción de Francisco
Duarte y Antonio Esteves.
A los siete ajusticiados les cortaron las
cabezas. Las de Furâo y Bailâo fueron clavadas en altos postes en la localidad de Picadeiros y los otros
quedaron en las horcas hasta que el tiempo
las consumió.
Los habitantes supervivientes de la Quinta
huyeron aterrados para Aliste y se establecieron en Vivinera y en Castro
Ladrón, que así era como se llamaba entonces el pueblo que hoy es Castro de
Alcañices.
Esta es la historia, así nos la cuentan Francisco
Manuel Alves y Adriâo Martins Amado en el libro: Vimioso, notas monográficas.
Jesús Barros