Tenía seis años, bueno casi siete, que los
cumpliría en los primeros meses del año. Este, sobre todo desde principios de
octubre, había sido diferente a todos
los anteriores y muy importante en su vida. Hasta entonces había sido un pequeñajo pero desde ese mes habían cambiado
mucho las cosas, pasó de correr por la calle a todas horas a tener ocupaciones
importantes. ¡Llevaba tres meses asistiendo diariamente a la escuela! Y eso,
jo, que cambio.
El día que empezó el curso escolar su padre le compró una pizarra con su pizarrín y una
cartilla con las primeras letras; lo cogió de la mano y, sin previo aviso, lo
llevó a la escuela, saludó al maestro y le dijo: aquí le dejo a este, a ver si
le enseña a leer y escribir y hace de él un hombre. Y lo dejó allí.
Aunque
se sentía un poco asustado no lloró. Los niños no lloraban el primer día de escuela.
Todo le resultaba raro y le parecía muy
importante. Al principio se asustó un poco. El maestro le pareció muy serio,
hablaba de forma diferente a todas las personas que había conocido
anteriormente y el sitio era también distinto a los vistos hasta entonces. En
las paredes laterales había colgados dos grandes hules desenrollados (luego se
enteró que eran mapas de la península ibérica y las islas españolas, uno físico
y otro político) y en la pared que estaba detrás del maestro retratos de dos
hombres, uno a cada lado de un crucifijo, y un gran encerado. El maestro se
sentaba en sitio preferente sobre una
tarima y los niños tenían una mesa para cada dos, con un tablero que si se
levantaba tenía debajo un cajón almacén, con asientos incorporados. Pronto llegó la hora del recreo y todos
los niños salieron a la calle. Como
algunos eran los mismos con los que jugaba habitualmente, le pareció que estaba
en terreno conocido y pronto se sintió casi como en casa.
Los días pasaron rápidamente y llegó el
frío. La ropa que se usaba en invierno era casi la misma del verano. La única diferencia: el jersey, unos calcetines
de lana hechos en casa y unas cholas. La camisa y
los pantalones cortos, no cambiaban. Aunque tampoco era raro
que no hubiera calcetines y el calzado fueran las alpargatas o las sandalias de
siempre. Como en la escuela no había
sitio para hacer lumbre, cada uno de los niños llevaba una especie de estufa a
modo de brasero, echa con una lata de
sardinas de las llamadas de kilo y medio, a la que se le había puesto un
alambre largo que servía de asidero. El
artilugio era muy bueno pues además de
calentar se utilizaba como juguete. Todo el trayecto que había hasta la escuela
se llevaba volteando, así las brasas que la madre les ponía de la lumbre
de casa llegaban bien quemadas para que
no hicieran humo ni dieran tufo. Darle vueltas era muy divertido.
Llegaron las vacaciones de Navidad y otra vez todo el día a correr por
las calles. ¡Ah! También habían llegado los Reyes y este año si que tenía
cosas que contar. Desde que se acordaba,
siempre había puesto las cholillas bien colocadas y limpias al lado de la
ventana que daba a la calle, para que los Reyes las vieran fácilmente, pero, o
siempre llegaban con prisa o ya llegaban sin existencias. Lo único que le
dejaban eran unas perras gordas, pocas,
que solo daban para comprar unos pocos caramelos. Este año fue distinto, en las cholas había las
perras de siempre pero a su lado estaba un precioso caballo de cartón. ¡Menuda
diferencia¡ bajo corriendo a la cocina a enseñarlo a la familia con una emoción
enorme. Tomó rápidamente el tazón de
leche migada sin soltar el regalo y no
veía llegar la hora de salir a la calle para enseñárselo a todo el mundo. Otros
años casi no se había atrevido a ir a la plaza a ver como presumían los demás
niños con los juguetes que les habían traído
los Reyes, pero ahora ya verían, el también
tenia juguete. Qué se creían.
Con una caja de cartón y dos carretes de
hilo, su padre le hizo un carricoche para
poner sobre el al caballo y así llevarlo arrastrando tirando de una cuerda y se plantó todo chulo en mitad del cemento de
la plaza. Se sentía como un príncipe. Nunca otro niño disfrutó como lo estaba
haciendo él. O, al menos, así lo pensaba. Tan rápidamente pasó el tiempo que no
se dio cuenta de que hora era, hasta que su madre apareció para que fuera a comer. En casa pensó que el caballo también tenía que reponer
fuerzas después de las carreras que había echado, así que le puso una embueza de grano y una lata con agua.
Cuando acabó de comer vio que el caballo no había probado nada. Creyó que quizás tendría sed y por eso no comía. Le
metió la cabeza en el agua y lo dejó así. Al poco rato volvió a ver como estaba
y se encontró con que el caballo tenía
blandos, torcidos y deformados la cabeza y el pescuezo. No importaba,
era el mejor caballo del mundo.
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