miércoles, 2 de marzo de 2016

Licantropía




Es evidente que Aliste es tierra de lobos. Siempre  han estado aquí esos cánidos, aunque es posible que nunca haya habido tantos como ahora. Con  ellos  los alistanos hemos convivido y compartido, para nuestra  desgracia, el producto de los ganados y son  enemigos difíciles de combatir. Hasta no hace mucho tiempo  cuando alguien veía un lobo  daba la voz de alarma y rápidamente se preparaba una batida, ojeo, con el propósito de cazarlo. Como quienes la realizaban eran expertos, casi siempre solía tener éxito. Algunas  veces, cuando los lobos causaban estragos en los conocedores, tanto ganados de varias localidades, las gentes de los pueblos afectados se coordinaban dirigidos por los más del terreno como de los sitios que solían frecuentar aquellos, y se hacía una macro ojeo peinando los lugares   de los pueblos por don de solían transitar . Habitualmente estas operaciones, como  interesaban a todos, se  hacían bien  y casi siempre lograban  su propósito, que no era otro que cazar a los depredadores. Cuando finalizaba el ojeo se juntaban los participantes, comentaban las incidencias de la jornada y se celebraba el buen fin comiendo escabeche y bacalao acompañando todo con alguna que otra pinta de vino. El ágape se pagaba  con el dinero de  quienes adquirían en subasta, hecha allí mismo,  los lobos cazados, para posteriormente ir de  pueblo en pueblo exhibiéndolos y pediendo recompensa por la cacería.

 Historias  de lobos se contaban en las noches de invierno al amor de la lumbre. (Famosa es la del Gaiterin de Sejas, de la que hemos escrito Miguel Rostán, en Aliste al trasluz y yo,  en Di tú que he sido) El sitio del relato: la cocina. El  tiempo: las frías noches invernales. Sitio y tiempo inmejorables para que la puesta en escena no tuviera nada que envidiar a las más truculentas películas   de Bela Lugosi.  La cocina iluminada solamente por  la lumbre de la chimenea y la mortecina luz de un candil. El sonido lo ponía el aire silbando al  penetrar por las separadas tablas de la desvencijada puerta y  ululando al salir por la negra chimenea; en los silencios, el crepitar de las llamas. Y si el relator sabía manejar estos recursos, que era lo más habitual, a los niños se le entraba tal miedo en el cuerpo que no había manera de que quisieran in a la cama.

 Esta es la historia de una de aquellas noches:

Una mujer rica, algo mayor y no muy agraciada, se casó con un mozo guapo, dicharachero y juerguista,  poco amante del trabajo. Como la boyante situación económica de su mujer le permitía ciertos lujos, llevaba una vida regalada, acorde al estatus de ella. Se llevaba  muy bien con conmilitones, a los que adulaba con convidadas y deferencias para así tenerlos siempre disponibles y de su parte. Pasado algún tiempo la convivencia del matrimonio se fue deteriorando, y ella, sospechosa de las relaciones que su marido tenía, dejó de ser tan generosa en dar dinero como al principio. No cayó muy bien esto último en el ánimo del galán, así que empezó a rumiar un plan para, sin renunciar a sus bienes, deshacerse de la dama. Cambió su trato con ella; se hizo zalamero, mejor amante y fue ganando su voluntad hasta conseguir que ambos hicieran testamento, dejando, en caso de fallecimiento, todo lo de uno para el otro.

Una de sus mayores aficiones del mozo era la caza y la practicaba con  frecuencia.  Un día en compañía de algunos de sus más fieles amigos salió al monte. Durante la batida  cazó una loba y para poder presumir de la hazaña en la localidad sin tener que cargar con el bicho, le cortó al cánido la pata delantera derecha y  la echó al zurrón. Terminada la batida volvieron a la localidad y al sacar del zurrón el trofeo vieron con tremendo susto y sorpresa que la pata se había convertido en un brazo de mujer y que los dedos tenían anillos. Todos, siguiéndole, entraron rápidamente a la vivienda y encontraron en la cama a la esposa del compañero de caza   y, ¡OH sorpresa!, vieron atónitos    que a ella le faltaba el brazo derecho y que los anillos que llevaba la mano cortada eran precisamente los que habitualmente ella se ponía. Enseguida dieron cuenta de lo sucedido a las autoridades que examinaron a conciencia el caso y rápidamente llegaron a la conclusión de que brazo y anillos pertenecían a la señora.  Pusieron   lo sucedido en conocimiento de la Inquisición que no tardó en  acusarla de licantropía. Condenada   a la hoguera,   la sentencia se ejecutó sin dilación. 

El primer licántropo fue Lycaón, rey de Arcadia, a quien Júpiter convirtió en lobo como castigo por darle en una comida carne humana. Nos  lo cuenta Ovidio en el libro primero de Las Metamorfosis, a partir del verso 236:

 

“En vellos se vuelven sus ropas, en patas sus brazos:

Se hace lobo y conserva las huellas de su vieja forma.

La canicie la misma es, la misma la violencia de su rostro,

Los mismos ojos lucen, la misma de la fiereza la imagen es”.

 

En el siglo XIX hubo un hombre lobo español, gallego por mas señas: Manuel Blanco Romasanta. Fue muy famoso; de su vida  hicieron cantares de ciego, escribieron novelas e incluso se hicieron películas. Se puede leer su historia en Internet.