Es evidente que Aliste es tierra de lobos. Siempre
han estado aquí esos cánidos, aunque es
posible que nunca haya habido tantos como ahora. Con ellos
los alistanos hemos convivido y compartido, para nuestra desgracia, el producto de los ganados y son enemigos difíciles de combatir. Hasta no hace
mucho tiempo cuando alguien veía un
lobo daba la voz de alarma y rápidamente
se preparaba una batida, ojeo, con el propósito de cazarlo. Como quienes la
realizaban eran expertos, casi siempre solía tener éxito. Algunas veces, cuando los lobos causaban estragos en
los conocedores, tanto ganados de varias localidades, las gentes de los pueblos
afectados se coordinaban dirigidos por los más del terreno como de los sitios
que solían frecuentar aquellos, y se hacía una macro ojeo peinando los lugares de los pueblos por don de solían transitar .
Habitualmente estas operaciones, como interesaban a todos, se hacían bien y casi siempre lograban su propósito, que no era otro que cazar a los
depredadores. Cuando finalizaba el ojeo se juntaban los participantes,
comentaban las incidencias de la jornada y se celebraba el buen fin comiendo
escabeche y bacalao acompañando todo con alguna que otra pinta de vino. El
ágape se pagaba con el dinero de quienes adquirían en subasta, hecha allí mismo,
los lobos cazados, para posteriormente
ir de pueblo en pueblo exhibiéndolos y
pediendo recompensa por la cacería.
Historias
de lobos se contaban en las noches de
invierno al amor de la lumbre. (Famosa es la del Gaiterin de Sejas, de la que hemos escrito Miguel Rostán, en Aliste al
trasluz y yo, en
Di tú que he sido) El sitio del relato: la cocina. El tiempo: las frías noches invernales. Sitio y
tiempo inmejorables para que la puesta en escena no tuviera nada que envidiar a
las más truculentas películas de Bela
Lugosi. La cocina iluminada solamente
por la lumbre de la chimenea y la
mortecina luz de un candil. El sonido lo ponía el aire silbando al penetrar por las separadas tablas de la
desvencijada puerta y ululando al salir
por la negra chimenea; en los silencios, el crepitar de las llamas. Y si el
relator sabía manejar estos recursos, que era lo más habitual, a los niños se
le entraba tal miedo en el cuerpo que no había manera de que quisieran in a la
cama.
Esta
es la historia de una de aquellas noches:
Una mujer rica, algo mayor y no muy
agraciada, se casó con un mozo guapo, dicharachero y juerguista, poco amante del trabajo. Como la boyante
situación económica de su mujer le permitía ciertos lujos, llevaba una vida regalada,
acorde al estatus de ella. Se llevaba muy bien con conmilitones, a los que adulaba
con convidadas y deferencias para así tenerlos siempre disponibles y de su
parte. Pasado algún tiempo la convivencia del matrimonio se fue deteriorando, y
ella, sospechosa de las relaciones que su marido tenía, dejó de ser tan generosa
en dar dinero como al principio. No cayó muy bien esto último en el ánimo del
galán, así que empezó a rumiar un plan para, sin renunciar a sus bienes,
deshacerse de la dama. Cambió su trato con ella; se hizo zalamero, mejor amante
y fue ganando su voluntad hasta conseguir que ambos hicieran testamento,
dejando, en caso de fallecimiento, todo lo de uno para el otro.
Una de sus mayores aficiones del mozo era
la caza y la practicaba con
frecuencia. Un día en compañía de
algunos de sus más fieles amigos salió al monte. Durante la batida cazó una loba y para poder presumir de la
hazaña en la localidad sin tener que cargar con el bicho, le cortó al cánido la
pata delantera derecha y la echó al
zurrón. Terminada la batida volvieron a la localidad y al sacar del zurrón el
trofeo vieron con tremendo susto y sorpresa que la pata se había convertido en
un brazo de mujer y que los dedos tenían anillos. Todos, siguiéndole, entraron
rápidamente a la vivienda y encontraron en la cama a la esposa del compañero de
caza y, ¡OH sorpresa!, vieron atónitos que a ella le faltaba el brazo derecho y
que los anillos que llevaba la mano cortada eran precisamente los que
habitualmente ella se ponía. Enseguida dieron cuenta de lo sucedido a las
autoridades que examinaron a conciencia el caso y rápidamente llegaron a la
conclusión de que brazo y anillos pertenecían a la señora. Pusieron lo
sucedido en conocimiento de la Inquisición que no tardó en acusarla de licantropía. Condenada a la hoguera, la
sentencia se ejecutó sin dilación.
El primer licántropo fue Lycaón, rey de
Arcadia, a quien Júpiter convirtió en lobo como castigo por darle en una comida
carne humana. Nos lo cuenta Ovidio en el
libro primero de Las Metamorfosis, a partir del verso 236:
“En vellos se vuelven
sus ropas, en patas sus brazos:
Se hace lobo y
conserva las huellas de su vieja forma.
La canicie la misma
es, la misma la violencia de su rostro,
Los mismos ojos
lucen, la misma de la fiereza la imagen es”.
En el siglo XIX hubo un hombre lobo español,
gallego por mas señas: Manuel Blanco Romasanta. Fue muy famoso; de su vida hicieron cantares de ciego, escribieron
novelas e incluso se hicieron películas. Se puede leer su historia en Internet.
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