San Juan es una localidad
alistana a la que tengo un especial cariño. Mi bisabuela Isabel Poyo era de
allí y de pequeño fui muchas veces con ella y mi abuelo a visitar a sus
hermanos Pablo y Bartolo. Tenía otro hermano, Francisco, que vivía en San
Vitero donde era el cartero. Los cuatro fueron muy longevos, todos pasaron de
95 años, por lo que me dieron ocasión de conocerlos. Me acuerdo de haber ido
algunos 24 de junio a celebrar la fiesta; de haber jugado con los niños del
pueblo; de tomar refrescos en un bar que estaba en una casa a la que se accedía por unos escalones encima de
unas peñas y de chapotear por el rio Mena, saltando por unas piedras cercanas a la fuente.
Recuerdo sobre todo las celebraciones del patrón con comidas pantagruélicas,
que duraban horas, en casa del tío Bartolo, que se hacían en un portal grande
con el piso de pizarra y siempre con
muchos asistentes. Familiares y amigos
eran invitados a comer siempre en las
fiestas.
San Juan ha sido y es un pueblo pujante conocido por los jamones, los talleres de
carpintería, cristalería, herreros, caldereros, etc., pero sobre todo por tener
muy buena gente. Hoy hay personajes que
destacan: el gran atleta Santiago Mezquita, José María Mezquita, artista cotizadísimo,
el párroco Teo Nieto, recientemente galardonado con el premio Pablo
Iglesias, que concede la UGT a personas
que se distinguen por la labor social que realizan, y algunos más que merecían
también ser mencionados pero no va de eso esta historia. De la gente de San
Juan se puede decir que, aunque casi
todos son Mezquitas, no son seguidores de Mahoma y que de allí han salido
muchos frailes y monjas.
En mi niñez el párroco era don
Víctor quien, como muchos de los curas de aquel tiempo, tenía caballo, escopeta y
ama. Una coplilla popular rezaba:
En casa del señor cura
hay solamente una cama
si en la cama duerme el cura
donde coños duerme el ama.
y decían que los mozos de San
Juan no la cantaban porque no tenían necesidad de respuesta. Era sabida por
todos. Cuentan que cuando el ama ya no estaba tan lozana don Víctor quiso
cambiarla por otra más joven, pero que aquella se plantó y le dijo: “Usted comió la carne, pues roya el hueso”
Don Víctor era querido y
respetado en San Juan, en los pueblos que atendía por su ministerio y también
en Alcañices. Era un buen sacerdote y mejor persona. Muchos años fue el encargado de los sermones del
ceremonial del descendimiento del Cristo articulado con que se conmemora el
Viernes Santo en la Villa. Imaginaros la situación: un Cristo de tamaño un poco
más que natural, muerto y clavado en la cruz enhiesta en el crucero de una
iglesia iluminada por la poca luz que
entraba por las altas ventanas; don Víctor en el púlpito tronando con su vozarrón; el ambiente saturado
de congoja; y el contenido del sermón cargado de dramatismo, echando la culpa
de los padecimientos de Cristo a todos. Aquello hacía que los fieles se aterraran y se sintieran culpables y angustiados.
Hasta ponía nerviosos a los que
oficiaban de Nicodemo y José de Arimatea, que no acertaban a quitar al tiempo
que él iba indicando: ni el INRI, ni la corona, ni los clavos. Lo que hacía que
don Víctor se enfadara, ya que tenía que seguir hablando e improvisar para describir los milagros de
Cristo y no lo había preparado.
A pesar de todas esas filípicas
con el correspondiente abroncamiento, era muy comprensivo con las debilidades
de los feligreses. Es de suponer que con
las suyas también.
Entonces había un precepto de la iglesia
obligatorio para todos: cumplir con Pascua. Era imprescindible para
recibir “la cédula”. La cédula consistía en un papelico que daba el cura al
acabar la confesión y que lo tenías que presentar a la Guardia Civil
para demostrar que habías cumplido el precepto si querías tener el
Salvoconducto para poder viajar.
En tiempo de confesiones se
juntaban para hacerlas los sacerdotes cercanos al pueblo donde ese día se
realizaban. Comían juntos, jugaban al tresillo y bebían alguna copita ya que
estaban contentos por haber liberado a los feligreses de la carga de los pecados.
Como es de suponer, la concurrencia de esos días a la iglesia era
multitudinaria y se hacían colas en los confesionarios. Siempre una de las más
largas era la que había en el que oficiaba don Víctor. No hacía demasiadas
preguntas, solucionaba rápido el sacramento y ponía poca penitencia.
Circunstancia por la que todos y todas (aunque se escriba con faltas de
ortografía, hay que ser gramaticalmente correctos) querían confesarse con él.
Conocía muy bien a sus feligreses, también estos a él, y los
tenía controlados a todos. No obstante había uno, Eusebio “el Fino”, que era
algo rebelde, no asistía a las misas de los domingos y andaba un poco a su
aire. Zapatero de profesión, los domingos llevaba las cholas y demás calzado
que le habían encargado a los pueblos de los alrededores, pues era cuando
encontraba en casa a la clientela y resultaba más fácil cobrar. En muchas de
estas salidas se cruzaba con don Víctor que también iba o venía de decir misa
en los pueblos anejos a su parroquia. En uno de estos cruces el cura le dijo: “Eusebio,
no te veo por la iglesia y eso está mal, vas a ir de cabeza al infierno”.
Eusebio, que
conocía también bien las debilidades de su párroco, le contestó: “Uy,
don Víctor, como usted se salve, bien salvado estoy yo”.
Buenos días; Buenos
días. Cada uno espoleó su caballo… y tan amigos.