La UNESCO declara el repique de campanas Patrimonio Inmaterial de la Humanidad
Dedicado especialmente a todos los que todavía recuerdan los repiques (conciertos) que nos regalaba el Sr. Manolo “el Chivo”
Aquel fue un día raro. Gentes
provenientes de todo España, incluso del extranjero, todos hijos de la Villa,
se reencontraban en la plaza, pero extrañamente ninguno sabia cual era la razón
que allí los había traído. Algunos no habían vuelto al pueblo desde pequeños.
Eran hijos de funcionarios que se fueron allá donde los destinos de sus padres
los habían llevado. Pero los más eran nativos, descendientes de padres y
abuelos aborígenes, o sea, alcañiceños lígrimos que habían emigrado en busca de
una vida mejor. Todos se saludaban con afecto: Agustín, cuanto tiempo sin
vernos. ¿Qué tal Felipe? Veo que has traído a toda la familia. Hola María, ya
era hora de que conociéramos a tu marido. Muchos se sorprendían al verse
después de tanto tiempo. Abrazos, besos, apretones de mano y gestos familiares
de cariño se repetían por doquier.
Después de los saludos fueron las
preguntas. Una era la que se repetía en todas las bocas: ¿A qué has venido, que haces aquí? El que hacia
la pregunta, al hacerla, inmediatamente se daba cuenta de que tampoco él tenía
respuesta. Se miraban unos a otros intentando hallar explicación a lo que
pasaba. No la encontraban pero todos se sentían felices de su presencia y del
reencuentro. Algo mágico sucedía que afectaba a los nacidos en la Villa que los
había llevado hasta ella, aunque ninguno supiera el porqué.
La llegada de los “forasteros” corrió
de boca en boca por la localidad y sus pobladores, extrañados y curiosos,
también se fueron concentrando en la
plaza tratando de enterarse de lo que pasaba. Todos se sorprendían al encontrarse con familiares que,
en algunos casos, hacía mucho tiempo que no veían y que no habían avisado de la
llegada. Aquella mañana, como ya dije, era muy rara. Tal aglomeración de gente
se concentró, que la plaza se quedó pequeña y tuvieron que dispersarse por
otras calles y plazas de la localidad. Nadie acertaba con la razón de la
convocatoria ni cuál era la poderosa fuerza que los había arrastrado para
estar todos en ese lugar en ese momento.
Corrían las diez de la mañana. Un
coche se paró a la puerta del asilo de ancianos de la capital. Manolo, que ya
estaba esperando, salió de la estancia y subió al vehículo. Su aspecto era muy
distinto del que tenía cuando lo internaron en la institución. Estaba aseado,
recién afeitado y la ropa que vestía estaba limpia y en buen uso. Lo que no
habían cambiado eran las manos que seguían teniendo la misma deformidad a las que las llevó el oficio al que se había
dedicado desde su ya muy lejana juventud, y que continuaba ejerciendo en el
asilo desde el primer día de su internamiento, hacía más de diez años.
Una vez aposentado en el asiento de
atrás del coche sólo dijo: vámonos. Tampoco durante el trayecto hasta el pueblo
hubo más intercambio de frases. Manolo, parco en palabras, y el conductor que
no tenía otro interés que el de recoger al viajero y llevarlo hasta la
localidad de destino a la hora concertada, hicieron que el viaje resultara
silencioso y tranquilo.
Durante
el recorrido, Manolo iba
meditando sobre el tiempo que le tocó vivir y en la convivencia que
había tenido con sus vecinos. Se sabía áspero, casi insociable; cuantas veces
había contestado a un saludo con aquello de: “a ti te voy a cantar los oficios
(funerales)”. Pero estaba seguro del aprecio de la gente. Fueron tiempos en los
que faltaba de todo. Cuantos días solo pudo llevar a casa una torta pequeña de pan y el cuartillo de
vino, que eran la parte que le tocaba de la ofrenda, cinco tortas de pan y un
litro de vino, que se colocaba en una mesa delante del túmulo, que hacían los familiares en el cabo de año
del fallecimiento de sus allegados. Porque, aunque no lo he dicho, Manolo había
sido sacristán, hijo de sacristán, nieto de sacristán, descendiente de una saga de sacristanes. Toda su vida estuvo
ligada a la parroquia y, aunque, dependiendo de la esplendidez del párroco de turno,
algunos tiempos no fueran tan malos, su
situación económica nunca pasó de la mera supervivencia. Los mejores momentos
del día eran los que pasaba en el campanario repicando. ¡Como disfrutaba cuando
los días grandes, los de botillo, competía con los sones que desde la campana
de la torre del reloj daba Chinito. Y los mediodías de mayo, el mes de las
flores, y durante el novenario de la virgen de la Salud en los que se pasaba
casi una hora acariciando, más que golpeando, con el badajo las campanas de la
iglesia de San Francisco! Sabía que la gente que estaba trabajando en el campo
aprovechaba el tiempo del repique para hacer un descanso, secarse el sudor,
refrescar la garganta y deleitarse con sus sones. Dicen los gaiteros que para
ser un buen gaitero han tenido que haber al menos tres generaciones en el
oficio. Él era campanero y su memoria no recordaba desde donde sus antepasados
lo habían sido. Lo llevaba en los genes y nunca pensó que podía haber sido otra
cosa. Aprendió de sus antecesores pero los superó a todos. Con las campanas
transmitía alegrías: anunciando bodas y bautizos, e informaba si estos eran de
niñas o de niños, y tristezas cuando encordaba informando si los fallecimientos eran de niños o de
niñas, en aquellos tiempos desgraciadamente fallecían muchos, o de mayores,
distinguiendo en sus sones a mujeres de
varones.
Cuando en el coche llegaron a la Villa, no
entraron por la plaza. Manolo no quería que lo vieran, quería hacer la misma
rutina que hacia los días de
repique antes de que lo llevaran al
asilo. Se metieron por la calle de las escuelas y siguiendo por la de la Bomba,
llegaron al Cuesto. Allí se bajó del coche, miró para su casa, la vio medio
derruida y se fue a sentar al poyo de la casa que está frente del hospital, el
mismo donde tantas primaveras y veranos había pasado calentándose al sol con la
cabeza apoyada en las manos, esperando
la hora de las actividades litúrgicas.
Siguiendo la antigua costumbre, fue a
la taberna que había enfrente y, como tantas veces, se sentó en un peldaño de
la escalera que ascendía al piso superior y pidió: María, ponme una jarríca que, esta vez sí va a ser la última. La tabernera, como si no hubiera
transcurrido tiempo alguno desde la vez anterior, le dio el acostumbrado medio
cuartillo de vino. Manolo lo bebió con parsimonia saboreándolo con fruición.
Tenía el tiempo muy calculado; le dijo adiós a María; salió de la taberna y
cerró la puerta. Eran las once y media.
Accedió a la iglesia desde la calle
los Labradores sin que nadie lo viera.
Gateó al campanario por la granítica escalera de caracol y contempló el paisaje
que tantas veces había visto. Asió con la mano derecha la soga que pendía del
badajo de la campana grande y la de la mediana con la izquierda. Apoyó la
cabeza en la pilastra que separa los vanos campaniles y, cuando el sol estaba
perpendicular al canto sur de la espadaña, Manolo, al mismo tiempo que el reloj
de la plaza, hizo sonar la primera campanada. Eran justo las doce.
“Tin tin tan, tarantán tarán tarán,
tararantán, tarán tarán, tran, tran tran.
Molinera molinera molinera tan tan tan”. Acordes, florilegios, arpegios, armonías,
maravillosos sones surgían de las campanas del convento tañidas por las manos
más prodigiosas que repicaron en campanario alguno. Eran Pau Casals y Sarasate
al unísono frotando sus arcos
por las campanas gorda y mediana de la espadaña. Asombrosas melodías llenaron el aire de la villa aquella luminosa mañana de
mayo.
Todas las cabezas de quienes llenaban
el pueblo, ya desde los primeros sones, lentamente al unísono, volvieron sus miradas hacia el campanario. En
pocos segundos el gentío que se había dispersado por las calles se concentró en la plaza de san Francisco. Nadie
hablaba, nadie se movía. Todos, como si un fuerte imán los atrajera, solo
tenían ojos y oídos para gozar del maravilloso concierto que Manolo, como
interprete único, les ofrecía desde la altura del campanario. El repique puede
que durara una hora y fue para sus paisanos un tiempo de embelesamiento, de
éxtasis, de embriaguez, que los mantuvo sumidos en los recovecos de la memoria
donde, desde siempre, pero sin poder materializarlos, se repetían cuando evocaban a su pueblo.
Y ya todos comprendieron el porqué de
su concentración aquel día en la villa.
Nadie vio a Manolo descender del
campanario, su figura se fundió en el sonido de las campanas y, trepando por la
espadaña se incorporó al lugar donde intemporalmente permanecen imágenes y
sonidos.
Aquella fue la última vez que las
viejas campanas del convento repicaron. Nadie se atrevió nunca a romper el
hechizo. Pasado un tiempo verdearon de cardenillo, los cabeceros se agrietaron
y se pudrieron, las campanas cayeron del campanario. Se suicidaron. Hoy todavía
se pueden ver las señales de la caída en la granítica balaustrada de la
espadaña.
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